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Matar a la Muerte

Por: Ricardo Mejia Cano

El futurista Raymond Kurzweil, el biogerontólogo Aubrey de Grey y otros muchos científicos están empeñados en matar a la muerte. Sus trabajos en clonación de genes, en el ADN, en miniaturización, podrían desembocar en una derrota a la muerte. Los científicos están desarrollando máquinas y robots a nivel microscópico, que dotadas de cámaras y sistemas de control remoto, podrían viajar por el organismo y reparar un tejido defectuoso, sustituir una célula cancerosa, limpiar depósitos de colesterol o eliminar un cálculo en el riñón. No se trata de ciencia ficción.

En Latinoamérica la expectativa de vida en los años 50s del siglo pasado era de sólo 55 años, hoy se acerca a los 80. Ahí le vamos quitando trabajo a la muerte. ¿Pero conviene dejarla completamente sin trabajo y que muera por inanición?

En la estructura mental del ser humano, el tiempo es factor determinante de todas sus actividades. Los logros, las metas alcanzadas, la felicidad, están todas ligadas al tiempo. La velocidad y la aceleración, ambas función del tiempo, son valores que rodean nuestro devenir terrícola. El tiempo y todas las variables con él relacionadas, son fuentes permanentes de angustia y satisfacción. Nuestras vidas giran alrededor del tiempo. ¿Pero si fuéramos inmortales, para qué medir el tiempo?

La esperanza de muchas personas de que después de la muerte vendrá la vida eterna puede ser válida. Sin embargo, si se diera ese hecho, muy seguramente no pasaremos a la vida eterna con todo nuestro andamiaje corporal y mental. Allá sólo se trasladará esa parte nuestra, gaseosa y medio incomprensible que llamamos alma, para la cual el tiempo y muchos otros valores que usamos en vida son completamente insustanciales. El tema no podía ser más apasionante y apabullante.

¿Qué es más importante, buscar la vida eterna o la interna? Aristóteles es buen ejemplo. También Jesucristo y Van Gogh, quienes no alcanzaron en vida ni siquiera los cuarenta años. ¿Cómo negar su inmortalidad? En lugar de preocuparse por la vida eterna, se concentraron en su riqueza interna y dejaron una huella imborrable. “Hacia la inmortalidad y la eterna juventud” reza el epitafio de Julio Verne, quien cultivando su talento, destorciendo su propio ser, logró la inmortalidad.

Matar la muerte tendría muchos efectos secundarios. Quienes por seguir directrices religiosas arcaicas, no utilizan métodos anticonceptivos, tendrían que decir adiós a los placeres del catre. El riesgo de superpoblación haría necesario prohibir terminantemente la procreación. El placer de ver los hijos crecer y compartir con ellos tristezas y alegrías durante su niñez y pubertad, desaparecería. Quienes viven de hacer cálculos actuariales quedarían sin trabajo ¡Qué injusticia!

El reto para la justicia no sería menor. Supongamos que los miembros de la Corte Suprema de Justicia actual, en su eternidad, fueran reelegidos en 200 años, y en su sana obsesión de clarificar todo fallo suyo que no hubiese sido correctamente interpretado, iniciasen nuevamente con las indagaciones de lo ocurrido un par de siglos atrás. El desafío para la memoria de los involucrados y para los archivos de los fiscales sería inimaginable. No menos grave sería el costo fiscal de sostener a los presos condenados a cadena perpetua.

La esperanza, un sentimiento que nos ayuda a salir de las situaciones más difíciles, sería otra damnificada. ¿Cómo recibirían los venezolanos la noticia de que Maduro nunca moriría? ¿O si ese fuera el caso con la Kirchner, que sería de los argentinos? ¿O que pasaría con los ecuatorianos, ahora que el país está lleno de optimismo, si les notificaran que Correa es inmortal? ¿Qué pasaría a los colombianos al aprender que gracias a la ciencia, Petro no morirá? Un pueblo sin esperanza es un rebaño perdido.

Si al final el hombre encuentra la vida eterna, será su fin y también el de la muerte. Mientras tanto, en lugar de matar a la muerte, es preferible vivir intensamente la poca vida que nos queda.

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